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MAQUIJATA Sentado bajo la sombra de un árbol, me
pregunto que cosas se escribirán sobre mí en el futuro. El cronista
que nos acompaña podría decir cosas como la siguiente: “Mandaba una
columna de hasta doscientos y cinquenta hombres aguerridos y animosos
aunque a veces encontrábamos gentes belicosas y debíamos de combatir y
algunos morían”. O dentro de algunos años, cronistas como Gutiérrez
de Santa Clara, por ejemplo, podrían afirmar que: “E anduvo por
caminos harto dificultosos hasta allegar a una provincia que ha por
nombre Tucuma”. O ese hidalgo llamado González de Prado, podría
relatar en su probanza que “Anduvo una tierra fragosa y montuosa donde
hay muy grandes arboledas y sierras e pasábamos abriendo los caminos
con hachas e picos e hazadones” “Hallamos mucha comida de mayz y
algarrova e chana”. ¿Dirán algo sobre la lealtad o la traición? ¿Dirán
algo sobre la seguridad o el miedo? ¿Dirán algo sobre la vida y la
muerte? El combate
con los indios fue hace apenas dos días. Según el bárbaro que nos
acompaña desde nuestra partida, los naturales de estas tierras se
llaman juríes. Y según pudimos averiguar ésta tierra se llama Mocacaj
o Macajar o Moquexata o algo así. Tierra
rigurosa esta. Esta mañana amaneció más caluroso que los días
anteriores. El sol es un disco de fuego colgado desde el cielo
transparente. Nos castiga sin misericordia. Hombres y bestias nos
sentimos aplastados por su fiereza y notamos que nos saca hasta la última
gota de sudor. Contemplo el entorno con mirada
torva. La sombra de los árboles no es suficiente para paliar el
sufrimiento del calor que nos agobia. Un poco más allá el resto de mis
hombres trata de buscar algún abrigo. A lo lejos, miro la sierra que parece
dibujada contra el firmamento. Me gustaría
desprenderme para siempre de esta pesada armadura de metal que hace más
penosa la marcha y aumenta el calvario del calor, pero no puedo. Es
mejor tenerla puesta. Si no se me hubiese ocurrido sacármela no tendría
esta herida que me lacera la pierna. Menos mal que sólo fue una herida
superficial. Duele pero no me preocupa demasiado. Hace dos días
ya que sucedió lo del ataque. La herida es dolorosa pero no me da
miedo. La mujer de Gutiérrez, la Enciso, ha sido una solícita
enfermera. Esta herida fastidia mucho, pero ahora ya está seca. Justo
venir a lastimarme esa vara. Me recuerda a las flechas de la ballesta. Pero el
maldito que me lastimó ya pagó lo suyo. ¡Me siento
tan cansado! Me preocupa este repentino y misterioso agobio que abruma
mi cuerpo y lo hace sentir desanimado. Estoy acostumbrado a moverme con
vigor. Llamo a la
mujer y le pido un poco de agua. La mujer callada y enigmática me la
trae. Mientras se acerca la observo. A pesar de sus vestimentas adivino
un cuerpo sensual debajo de los atavíos. ¿Qué se le habrá dado de
seguir al aventurero de Gutiérrez? He visto
otras mujeres acompañando expediciones. De hecho, en la nuestra hay
varias. Pero esta mujer es bella y delicada; demasiado misteriosa. Bebo el líquido
con avidez. Siento que una extraña sensación de abandono me va
ganando. Al segundo siguiente todo es oscuridad. Despierto a
la oración. Mi cabeza está pesada y duele como los mil demonios.
Cuando despierto, se acerca don Francisco de Mendoza y me cuenta que he
tenido un sueño muy alterado. Que hablaba dormido y que no se entendía
nada de lo que decía. Según don Francisco, por momentos he llegado a
gritar. No le contesto nada. No le cuento que durante el sueño me he
visto recorriendo extraños caminos. Me he visto entrando triunfante en
Trapalanda. Una cohorte de caballeros me servía de escolta y a nuestro
paso los aborígenes nos saludan levantando sus manos hacia el cielo.
Después soñé que dirigía una columna cargada con los tesoros
recogidos en la ciudad de los Cesares. Vuelvo a
sentir sed. Le pido a don Francisco que llame a la mujer. El me pide que
tenga cuidado. Me dice que le parece una mujer peligrosa. Le pregunto si
conoce su verdadero nombre. Contesta que es Catalina de Enciso pero que
todos la llaman Enciso. Lo miro sonriente y le digo que esto último, lo
de su apodo, ya lo sé. “Enciso”,
me repito para mí. Y vuelvo a preguntarme que hace al lado de Gutiérrez. Cuando
llega la mujer, le pido que me prepare alguna pócima porque me siento
desanimado y medio enfermo. La mujer cumple con el encargo. Callada. En
absoluto silencio. Siempre
prepara pócimas muy eficaces para todo tipo de males. Bebo el
remedio y vuelvo a sentir sueño. Cuando abro
los ojos nuevamente, veo todo borroso. A mi alrededor los hombres me
miran con ansiedad y recelo. Siento un terrible fuego que me quema por
dentro y mis labios están resecos. Cuando enfoco la mirada veo a mi
lado a la mujer llamada Enciso y un poco más allá a su hombre. Gutiérrez
me mira con mirada impenetrable. Vuelvo a beber un líquido amargo que
me pone la mujer en la boca y me siento un poco mejor. Pregunto por don
Francisco. Me dicen que anda explorando los alrededores porque han visto
algunos nativos merodeando en son de guerra. Juríes me han dicho que se
llaman. Pido que en cuanto llegue lo traigan ante mí. Siento que voy a
dormir de nuevo. Antes de
cerrar los ojos veo la mirada inescrutable y sin compasión de Gutiérrez
y una duda se clava en mi corazón. Es noche cerrada cuando me despierto. Don
Francisco está sentado a mi lado. Las hogueras crepitan. El nocturno es
fresco y se sienten ruidos nocturnos a los que no estamos acostumbrados.
Me llama la atención un son rítmico. Cric, Cric, Cric. Parece música. ¿Qué bicho haría un
ruido tan particular y tan armónico? Me recuerda el otro coro; ese que
se escucha durante el día como si fuera un interminable lamento de mil
gargantas juntas. Por
momentos esta tierra extranjera me seduce y se mete en mi savia. Pregunto a
don Francisco como están las cosas. Me contesta
que harto difícil. Que Gutiérrez ha comenzado a dar algunas órdenes a
los otros. Noto cierta vacilación y le impulso a seguir hablando, pero
se niega. Lo miro interrogante y me contesta que no quiere ensuciar su
lengua con villanía. Le exijo que hable y cuando lo convenzo, me cuenta
que un grupo numeroso de hombres de la expedición murmura que la Enciso
me está envenenando. Me acuerdo de la mirada de Gutiérrez. Le pido que
llame inmediatamente a don Juan Bautista Bernio, a Miguel de Ardiles, a
Nicolás Carrizo y a Diego de Torres. Son junto a don Francisco los
hombres en quienes más confío. En quienes no confío demasiado es en
Alonso Díaz Caballero y en Juan Méndez de Guevara. Y por supuesto en
Gutiérrez. Parlamento con
ellos y les pido que reúnan la gente por la mañana Cuando
despierto nuevamente, casi no puedo moverme. Mis labios hinchados apenas
pueden articular palabra. Entre varios me ayudan a sentarme. Cuando los
hombres están reunidos ante mí, con voz pesada y lenta, les digo que
yo, Diego de Rojas, por la autoridad conferida por Su Majestad Carlos V,
Rey de España y por el Gobernador de Perú, Licenciado Cristóbal Vaca
de Castro y ante la desdicha de mi enfermedad, he decidido que si me
acaece la muerte, el mando será asumido por Don Francisco de Mendoza y
no por Don Felipe Gutiérrez. Un murmullo excitado se levanta del grupo.
Oigo gritos exaltados. Levanto como puedo la mano para imponer silencio
y pido a don Miguel de Ardiles y a todos los otros que hagan cumplir mi
mandato y vuelvo a recostarme. Antes
de cerrar los ojos para un nuevo y convulsionado sueño veo los ojos de
la Enciso llenos de lágrimas y el rostro de Gutiérrez desencajado.
Ella grita e implora que el cielo se desplome sobre los dueños de las
lenguas perversas que la vituperan. ¡Y pensar
que no dije nada acerca de los motivos de mi decisión! Nuevamente
el sueño perturbado. Me veo recorriendo esos valles hermosos que los
naturales nombran calchaquíes. Atravieso Chicoana y un poco más tarde
me encuentro durmiendo en ese paraje que llaman Chiquiligasta. ¡Que
extraño! ¡No recuerdo nada de mi lejano terruño! ¿Que
ocurrirá en mi distante ciudad de Burgos? Cuando era mozuelo, no había
lugar más bello que mi Burgos. Pero ahora no puedo recordar nada de
ella. Es como si esta tierra extranjera me hubiese prendido y me hubiese
condenado a formar parte de ella. Por momentos siento que mi corazón ya
no tiene lugar para ninguna otra tierra. Cuando
vuelvo a abrir los ojos me siento más cerca de la muerte que de la
vida. Pienso en el indescifrable destino. Venir a morir en tierras
lejanas. Ni siquiera sé bien como se llama este lugar. ¿Era Mocaqueja?
¿Mocacaj? ¿Macajar? ¿Moquexata? Después me digo ¿Qué importa? El fiel
hidalgo don Francisco de Mendoza permanece a mi lado. Intento
hablar, pero me doy cuenta que ya mis labios no pueden articular
palabra. Los hombres me miran con la compasión dibujada en sus duros
rostros aventureros. Están casi todos. Solo faltan Gutiérrez y su
mujer. ¿Los habrán marginado? De pronto
me doy cuenta de cuanto me duele la herida y recuerdo que ese día del
combate sentí un gran desasosiego apenas un rato más tarde de que ese
bárbaro me hiriera. Intento mirar el tajo pero no puedo levantar la
cabeza. Ahora me doy cuenta de que el fuego que me carcome desde adentro
tiene su punto de partida en esa herida que olvidé por unos días.
Seguramente estaba enhervolada y nunca existió otra clase de
envenenamiento. Trato de decirle a don Francisco lo que acabo de
descubrir pero ya no puedo. Es
demasiado tarde. En ese instante postrero, un segundo antes de la
oscuridad final, comprendo mi error. Ahora sé cual es la cosa más
importante que se escribirá en el futuro sobre mi persona. Ahora tengo
la certeza de que con esta muerte inmediata y sin gloria que me está
tragando con premura, acabo de inaugurar en esta tierra una perdurable
tradición de intrigas, conjuras y traiciones. (Medalla de oro concurso Colegio de
Médicos) |
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